El Mariscal Sucre y las mujeres, por Alfonso Rumazo González

Mariana Carcelén y Antonio José de Sucre
Alfonso Rumazo González (1903-2002), prestigioso historiador ecuatoriano, es el biógrafo más reconocido del Gran Mariscal de Ayacucho, Antonio José de Sucre. El nacido en Latacunga y fallecido en Caracas escribió unas líneas sobre el general y las mujeres, como prólogo de los Documentos selectos del cumanés. 

"En Quito encontró Bolívar a una mujer excepcional que le acompañará ocho años, hasta el final: Manuela Sáenz. Sucre, una novia, Mariana Carcelén, marquesa de Solanda, con quien se casará más tarde. Feliz en su amor y en su plenitud militar, escribirá el cumanés, ‘Pienso que mis huesos se entierren en el Ecuador, o que se tiren dentro del volcán Pichincha’. Bolívar le dirá a Manuela Sáenz: ‘Tú eres la libertadora del Libertador’.

Debemos prevenirnos cada vez que sea presentado un Sucre sin tacha. Los humanos puros y perfectos no han existido nunca. El deseo de varios historiadores y exégetas de volverle al cumanés un ángel, un intocable, un anti-demonio, deshumanizándolo, le hace daño al héroe e indirectamente desprestigia a los otros, incluido Bolívar. 

Muchos merecimientos tuvo Sucre, pero no el de la santidad; tampoco el de la humildad o el de la resignación, tan frecuentes en los bienaventurados. Fue muy humano, con pasiones y desbordamientos; sensual, buscaba el fuego. 

Antonio José de Sucre y su familia


En Guayaquil dejó una hija ilegítima, Simona; la reconoció legalmente –al morir la madre Simona Bravo- por intermedio de su amigo el coronel Vicente Aguirre. En Chuquisaca, sus relaciones con María Manuela Rojas dieron como consecuencia un hijo: Pedro César. Hubo un segundo hijo, José María, cuya madre se llamó Rosalía Cortés y Silva, de La Paz (Cf. Romance y descendencia del Gran Mariscal de Ayacucho en la ciudad de La Paz, por Arturo Costa de la Torre, La Paz, 1961). 

Este propósito de galvanizar a los héroes corresponde a rezago de la era romántica. El historiador Felipe Larrazábal, por ejemplo, nos dejó un Simón Bolívar enteramente perfecto. El general argentino Mitre hizo de San Martín, en el siglo pasado, un semidiós. Y un escritor también argentino y de su tiempo, Ricardo Rojas, a pesar de hallarnos ya tan lejos del romanticismo, llamó al general San Martín ‘El santo de la espada’; santo, a pesar de sus escandalosos amoríos en Lima con Rosita Campuzano. Por preeminentes que sean los humanos, van por la existencia nutridos de sentimientos, pasiones, yerros.

Si le amaron las mujeres –en Chuquisaca le llamaban el novio de todas, por soltero, por Mariscal, ¿por hombre fino y culto, por generoso-, muchos varones le odiaron y combatieron. Toda grandeza produce resistencia. Con otros, como con Simón Rodríguez, no logró entenderse. El historiador peruano Mariano Paz Soldán escribe: ‘El general Santa Cruz estaba poseído de odio y envidia contra el Mariscal de Ayacucho, y nunca desperdició ocasión para desprestigiarle, intentando neciamente opacar sus glorias y méritos. Gamarra abrigaba también profundo resentimiento y emulación con Sucre por razones semejantes a las de Santa Cruz’. El general La Mar era su enemigo. Santander se quejó de que se le dejaba a Sucre ganar ascensos militares que él, Santander, no podía lograr por hallarse de Vicepresidente, un cargo burocrático. Un periódico de Lima, El Heraldo, abrió campaña contra Sucre y los colombianos. Allí, el clérigo Larriva publicó este cuarteto: ‘Sucre, el año 28 / irse a su patria promete / Cómo permitiera Dios / que fuera el 27’. Por añadidura, llegaban al Perú procedentes de Bogotá grandes cantidades de hojas sueltas en las cuales se le incitaba al ejército a la rebelión. Bertrand Russell anotó: ‘Sólo las piedras, los muebles y los mediocres carecen de enemigos; a mayor encumbramiento, envidia y rencor mayores”.

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