Réquiem por el poeta-legionario: a 90 años del suicidio de Ismael Urdaneta

Ismael Urdaneta en la Primera Guerra Mundial. Archivo de @diariopanorama
La guerra terminó para Ismael Urdaneta el 29 de septiembre de 1928, a las 7:00 de la mañana. Decidió disparar una bala en su corazón para poner fin a su vida, maltrecha luego de combatir en los campos de Europa, amarrado a una silla en su adorada Maracaibo.

“Hermano, zozobró el navío…”, escribió en su nota de despedida a su hermano Arístides.

Decía Platón que “solo los muertos han visto el final de la guerra”. Desde 1914 hasta 1918, casi 30 millones de personas fueron afectadas por el conflicto europeo, entre fallecidos, heridos y desaparecidos.

Una de las víctimas fue Urdaneta. El 4 de marzo de 1887 nació a orillas del Lago de Maracaibo en el puerto de Moporo, en el estado Trujillo, donde sus padres, Arístides Urdaneta y María Altagracia Paz –de La Cañada y los Puertos de Altagracia, respectivamente- se encontraban de paseo.

No obstante, siempre reivindicó su zulianidad: más aún, su amor por Maracaibo. 



La escritora María Cristina Solaeche recuerda que Urdaneta creció en Los Puertos y para 1895 se residenció en Maracaibo con su familia, frente al actual Hospital Central Dr. Urquinaona, en la quinta Villa Sirena.

“Echada a las márgenes de su lago, que le besa los pies con sus cristalinas ondas suaves, recibe el tórrido efluvio de un sol tropical”, apunta Urdaneta en su poema Maracaibo, de 1910, citado por Solaeche. “Y duerme sus bochornos, fatigada e indolente. Y se regocija en las claras noches de luna. Es fanática y soñadora. Parece una ciudad morisca, parece una ciudad castellana. Glorifica a sus hijos; zahiérelos a menudo. Es una madre, una hija, una hermana… y una víctima. Lo es todo, cuando lo intenta; se contenta en ocasiones con no ser nada. ¡Es una ciudad! ¡Mi bella y querida ciudad!”.

Luego de cursar el bachillerato en la capital zuliana, se traslada a Caracas para estudiar Derecho. Mientras, escribía sus poemas, llegando a ganar premios como el otorgado por la Gobernación de Caracas en 1910.

Corazón Romántico, Los Libertadores, Siempre y Vendimia, Poemas de la Musa Libre, Biblia de la mediocridad, La Palmera y la Torre de acero, La agonía del alcatraz, Francesas… textos pertenecientes a un “hombre de correrías, de viajes, de aventuras”, acotó el presbítero Gustavo Ocando Yamarte en su Historia del Zulia. “Inconforme, bohemio, intranquilo, descontento de sí mismo y de casi todos los demás, adaptable a los ambientes sórdidos en los cuales podía crear belleza”.

En 1912 se muda a Madrid, y un año después se traslada a París. Allí le toma la Gran Guerra, en 1914, uniéndose a la Legión Extranjera.



“La Francia es rica en sangre joven y fuerte”, indicó en una carta publicada en 1915 en PANORAMA, fundado apenas un año antes. “Y si tú vieras partir, como yo he visto a sus hijos sonriendo, cantando, camino de las trincheras, tú no dudarías de su triunfo un instante. Mi vida corre en la soledad de mi gran tristeza de recluso, ajeno a lo que me rodea, fuerte en mi orgullo, contento de mi pobreza de soldado, más poeta que nunca, menos loco que antaño… que la suerte te sonría, es mi voto en el año que empieza… que la gloria premie tu esfuerzo, hermano!”.

Su destino inicial: el Primer Regimiento Extranjero en Bel-Abbés, que posteriormente saldría a la turca Península de Galípoli.
A Caracciolo Parra Pérez, diplomático e historiador venezolano, amigo suyo, le envió una misiva desde Salónica, en Grecia. Corría aún 1915 y no entraba en acción.

“Este es un país maravilloso, cielo azul, bahía encantadora, noble vino, mujeres de ensueño: unas hijas de Israel con unos ojos… Yo he gozado de todos estos encantos, en espera de nuevas expediciones”.

Pero poco tardaría para vivir en carne cruda los desastres de la guerra. En Galípoli, un soldado otomano le voló parte de la oreja izquierda en 1915, en la batalla de los Dardanelos. “Fui menos afortunado”, narró en el Barranco de la Muerte, “el turco que me tocara en suerte anduvo más vivo, al verme llegar, y disparó él primero (…) es esta misma oreja que conservo, un tantico defectuosa en la parte posterior, pero no mucho, gracias a la habilidad práctica de la cirugía moderna. Sí, una oreja agujereada, pero auténtica y no de caucho, como creyeron en Maracaibo”.

Luego combatiría en Orán (Argelia) y Bizerta (Túnez), en Alejandría (Egipto), Serbia y Ucrania.

En 1916 Urdaneta sufre la amputación del dedo gordo de su pie izquierdo tras congelársele en Verdún –las ediciones de PANORAMA en la época hablaban de Serbia: otras versiones dicen que el cercenamiento superó al dedo-, una de las más sangrientas batallas de la Primera Guerra Mundial. Casi 750 mil combatientes terminaron muertos o heridos en el duelo de trincheras. 

Ismael Urdaneta.
 

Recibió cuatro medallas durante sus dos años en el conflicto: la Interaliada, la de Verdún, el Distintivo de Herida y el Cordón de Honor al mérito de la Legión Extranjera.

“Vivo y hay fortaleza en el músculo y en el alma. Estoy, por un milagro, en esta tierra africana del norte, cálida, misteriosa y antigua, donde flota no sé qué sugestión de paraíso o infierno”, contó a su amigo César Carrizo. “Una hermosa mujer –que ama y perdona- me sigue. La conocí en el hospital donde me amputaron la pierna izquierda (…) le conté mi vida. Era yo un andrajo, una añoranza de hombre. Y a pesar de todo me amó, me ama. Arroja su toca de novicia y nos casamos. ¿No crees tú, hermano, que a veces desciende Dios hasta el corazón de las mujeres?”.

Se llamaba Teresa Pascott y la conoció en el hospital donde él se encontraba convaleciente. Tuvo a dos hijos, Emiliana y Alexis Arístides, y vivieron en Sidi Bel Abés, Argelia, antes que él decidiera volver a Venezuela.

Desde París publicó en PANORAMA, en 1921: “No más desfiles ni clarinadas ni visiones épicas; ni aquellos regimientos que se fueron a la victoria con las condecoraciones de su bandera; ni dianas de cuarteles con la sorpresa de los Gollas; nada de discursos vehementes ni arengas inflamadas… al ayer bélico, reposo laureado; ¡al muerto, salud! La vida es ardua, recia y cara…”.

Y luego, el regreso al hogar. 

Ismael Urdaneta. Archivo de @diariopanorama


“¡Ave Mater! ¡Con qué emoción y júbilo te miro costa de Venezuela, entre la bruma surgir, por cima de la blanca espuma del mar, como una línea de zafiro!”. Las líneas escritas a bordo del vapor Haití, el 17 de septiembre de 1921, emanan sus sentimientos ante el regreso a la patria.

En el Teatro Baralt recibió el homenaje de las autoridades regionales, con el gobernador Vincencio Pérez Soto a la cabeza. Urdaneta, ayudado por muletas, vestía un uniforme blanco, con las cuatro medallas -ganadas bajo la bandera francesa- en el corazón.

“(Sus obras) son reveladoras de su periplo existencial, de ensueño poético, de aventura romántica y de heroica actitud ante la vida”, describe Jesús Ángel Parra en Ismael Urdaneta: precursor de la Vanguardia en Venezuela. “Vemos en sus frases templeza de carácter, buen humor, aguda visión de novelista para describir situaciones con asombrosa franqueza y autenticidad, así se hace palmario su dolor y su emoción al mismo tiempo, erguido sobre sí mismo, enfrentando a su propio destino”.

Urdaneta se dedicó a crear y a dictar conferencias sobre su experiencia en la Guerra, pero las heridas iban avanzando sobre su humanidad, destrozada. Además padecía un tabes dorsal o ataxia locomotriz, producto de la sífilis, que con el paso de los años le restó la capacidad de movimiento. Regresó un tiempo a Europa, donde vio de nuevo a su familia. 

Ismael Urdaneta. Archivo @diariopanorama


Los recuerdos no lo dejaron, como tampoco los dolores. Decidió volver a Venezuela. Era el último regreso.

Para él, quizás, lo mejor hallar la muerte heroica en las trincheras, entre sus camaradas, que amargado en una cama. Luego de tomar el café hecho por su madre, se fue a su habitación -“Son las siete”, anunció, como pensando en su hora final- y se suicidó.

Tenía 43 años.

“Fue Ismael Urdaneta hombre incapaz de hacer deliberadamente el mal, ni siquiera de concebir que se le pueda hacer de modo deliberado”, plasmó el escritor Jesús María Semprún en las páginas de PANORAMA, en 1944. “Sus debilidades le causaron daño a él mismo, pero nunca lo indujeron a hacer el mal a otro. Pero fue casi siempre, hasta la hora en que se sintió irremediablemente vencido, un optimista. Quienes lo conocimos bien nunca podremos olvidar aquella simpatía humanísima con que veía el dolor ajeno ni la confiada desenvoltura con que sonreía al dolor propio”.

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