Batalla de Niquitao, por Ivan Belsky |
“La guerra se alimenta a sí misma” es el significado de “Bellum se ipsum alet”, un precepto militar muy común cuando las guerras son empresas de saqueo y pillaje ante la inexistencia de un aparato institucional que las soporte y regule tal como fue el caso de la Guerra de Independencia en Venezuela entre los años 1810 y 1823.
Salvador de Madariaga (1886-1978), humanista español de larga y reconocida trayectoria académica y diplomática, escribió una controversial biografía de Simón Bolívar en el año en el año 1975, que si bien no disimula toda su antipatía por El Libertador siguiendo las huellas del mismísimo Carlos Marx, tiene la virtud de estar bien escrita y con tesis interesantes a tomar en cuenta para explicar el proceso de la Independencia en la Costa Firme.
Madariaga confirma la tesis de una Independencia que se luchó básicamente con soldados americanos nacidos en el país. Vamos a utilizar lo que éste autor nos dice sobre ello en la campaña del año 1819 que culminó con la Batalla de Boyacá el 7 de agosto y que consideramos decisiva para inclinar la victoria a favor del bando rebelde de una manera ya determinante hasta su culminación victoriosa en la Batalla de Ayacucho el 9 de diciembre de 1824.
Para llegar a Boyacá es necesario tener en cuenta que Bolívar nunca pudo derrotar a Morillo en Venezuela entre los años 1817 y 1820 y que su franqueo hacia la Nueva Granada ascendiendo por las alturas de 3000 metros de la Cordillera Andina significó la gran estrategia militar de la victoria de los republicanos en el año 1819.
En la Nueva Granada, al igual que en Venezuela, la mayoría de la población fue indiferente al hecho marcial. La gente se acomodaba a las exigencias de los vencedores que se turnaban en sus suertes. El Virrey Sánamo consideró como poco probable un asalto desde Venezuela y el ejército realista bajo el mando de Barreiro tampoco estaba lo suficientemente apertrechado y aguerrido para enfrentar la inesperada invasión del venezolano Bolívar y sus tropas de llaneros y mercenarios ingleses. Lo inesperado sucedió y Bolívar con éste golpe de audacia transformó su mala estrella de militar derrotado a otro victorioso y con absoluta confianza en la victoria final.
Dos aspectos nos interesa rescatar de éste episodio y que Salvador de Madariaga recoge en su libro. El primero tiene que ver con la conformación y origen de las tropas y su ambigua lealtad; y el segundo, con la manera en que se podía sostener un pequeño ejército invasor sin apenas dinero y medios indispensables para mantenerse en pie. Fue la precariedad e improvisación en el camino a través de un voluntarismo vertiginoso y audaz lo que permitió a Bolívar ser más un guerrillero de partidas diseminadas y apenas bien formadas que un comandante de un ejército disciplinado y diestro como nos han hecho creer los cuadros pomposos que adornan los congresos en la mayoría de los países latinoamericanos poblados de las hazañas de los grandes héroes de la Independencia.
Madariaga nos dice que: “Ya en 12 de mayo de 1819 escribía Morillo desde Calabozo al Ministro de la Guerra que el Nuevo Reino de Granada 'se halla guarnecido hasta Quito por tropas americanas cuya confianza en éstas ocasiones se sabe hasta qué punto puede llegar'. Y después de la Batalla de Boyacá, comenta Morillo: 'La división de Barreiro se componía de tres mil venezolanos muy aguerridos (…) como la mayor parte de ellos son americanos, estarán aumentando las fuerzas con que el general rebelde Bolívar penetró en el Reino…”.
Nos llama la atención que Morillo en su testimonio pudo confundir el gentilicio de los soldados americanos ya que no es probable que en la Nueva Granada hubiesen bajo el comando de las fuerzas realistas a “tres mil venezolanos” sino a tres mil neogranadinos.
Otro testimonio maldito, aunque quizás el más autorizado dentro de los contemporáneos partidarios del realismo por sus implicaciones beligerantes sin dobleces es el del médico nacido en Caracas, José Domingo Díaz (1772-1834), redactor jefe de la Gaceta de Caracas y la pluma más hiriente contra Simón Bolívar y sus partidarios en el incendio descomunal que fue Venezuela en su Independencia.
“¿Qué hombre de tantos militares degollados en los pueblos y en los caminos públicos lo fue por la sentencia de un tribunal de justicia? Ninguno: absolutamente ninguno. ¿Cuáles fueron las órdenes que los condenaron? Un simple decreto, una palabra, una señal de usted solo. ¿Y qué principios se proclamaban en estos teatros del despotismo más bárbaro? La democracia, la libertad, la igualdad y la justicia”.
El abrazo de Santa Ana entre Pablo Morillo y Simón Bolívar |
La falta de leyes de la guerra fue una realidad evidente apartando algún tipo de derecho consuetudinario de vago impacto humanitario desde los orígenes con Adam y Eva. No obstante la necesidad de reglamentar el ceremonial de atrocidades procuró dentro de la tradición de la civilización occidental que se constituyeran unas convenciones un tanto disímiles tomando como punto de partida los preceptos bíblicos de los padres de la Iglesia y el derecho romano. Ya en los siglos XVI y XVII el Jus in bello: la conducción legal de la guerra, intentó hacerse algo más consistente. En el caso de la Costa Firme (Nueva Granada y Venezuela), una guerra de ultramar, que fue asumida por la Monarquía española desde el año 1810 como una acción punitiva contra rebeldes alzados en armas a los que no había que dar cuartel sus resultados fueron la ausencia de moderación y el triunfo del ceremonial de atrocidades.
Habrá que esperar al encuentro entre Simón Bolívar y Don Pablo Morillo en el año 1820 en que los feroces beligerantes se reconozcan mutuamente como representantes institucionales de dos Estados legítimos, uno el español y otro el colombiano, para firmar un armisticio para el cese de las hostilidades y un Tratado de Regularización de la Guerra que va atemperar el horror.
Comentarios
Publicar un comentario