"Españoles y canarios, contad con la muerte...": Bicentenario del Decreto de Trujillo de 1813

“En obedecimiento a orden expresa de Su Excelencia general Libertador, para que sean decapitados todos los presos españoles y canarios reclusos en las bóvedas de este puerto, se ha comenzado la ejecución, pasándose por las armas esta noche cientos de ellos”.  Firma Leandro Palacios, 13 de febrero de 1814.



 “Ayer tarde fueron decapitados ciento cincuenta hombres de los españoles y canarios encerrados en las bóvedas de este puerto, y entre hoy y mañana lo será el resto de ellos”.  14 de febrero de 1814.

“Ayer tarde fueron decapitados doscientos cuarenta y siete españoles y canarios, y solo quedan en el hospital veintiún enfermos y en las bóvedas ciento ocho criollos”.  15 de febrero de 1814.

“Hoy se han decapitado los españoles y canarios que estaban enfermos en el hospital, último resto de los comprendidos en la orden de Su Excelencia. Lo que participo a usted para su inteligencia”. 16 de febrero de 1814.

En cuatro cartas  escuetas, muestra del lenguaje militar de la época, el coronel Palacios expresaba al comandante de La Guaira, general Juan Bautista Arismendi, el cumplimiento de las órdenes de Simón Bolívar. Casi  mil muertos en cuatro días, solo por el hecho de ser españoles y canarios partidarios del Rey.

Era la Guerra a Muerte.

 La  respuesta de Bolívar, líder de los patriotas,  al combate sin cuartel que proclamaron los colonialistas, más por acciones que por firmas, como represión al Grito de rebelión del 19 de abril de 1810 y a la firma del Acta de Independencia del 5 de julio de  1811, fue el Decreto de Guerra a Muerte.

El viento andino silbaba a las afueras de la casa cuartel del Ejército Libertador. Frío de madrugada en Trujillo. Corría el 15 de junio de 1813: tres meses atrás comenzaba la invasión de venezolanos y neogranadinos desde San Antonio del Táchira para barrer de realistas el camino hasta Caracas.

 Bolívar convocó a sus oficiales. Pidió a su secretario, Pedro Briceño Méndez,   pluma  y tinta. En la sala principal de la casa, rodeado de sus hombres de confianza, comenzó su dictado.

“Simón Bolívar, Brigadier de la Unión, General en Jefe del Ejército del Norte, a sus conciudadanos. ¡Venezolanos! Un ejército de hermanos, enviado por el soberano Congreso de la Nueva Granada, ha venido a libertaros, y ya lo tenéis en medio de vosotros, después de haber expulsado a los opresores de las provincias de Mérida y Trujillo.

 Nosotros somos enviados a destruir a los españoles, a proteger a los americanos, y a reestablecer los Gobiernos Republicanos que formaban la Confederación de Venezuela...

Tocado de vuestros infortunios, no hemos podido ver con indiferencia la aflicción que os hacían experimentar los bárbaros españoles, que han violado el derecho sagrado de las gentes; que han infringido las Capitulaciones y los tratados más solemnes; y que, en fin, han cometido todos los crímenes, reduciendo la República de Venezuela a la más espantosa desolación. Así pues, la justicia exige la vindicta, y la necesidad nos obliga a tomarla. Que desaparezcan para siempre  del suelo colombiano los monstruos que lo infectan y han cubierto de sangre. Que su escarmiento sea igual a la enormidad de su perfidia, para lavar de este modo la mancha de nuestra ignominia y mostrar a las naciones del Universo que no se ofende impunemente a los hijos de América”.

Ocho párrafos inflamados de venganza, que concluyeron con un llamado, del que hoy se conmemoran 200 años. La inflexibilidad  en el deber de morir y el derecho a matar para ser libres.

“Españoles y Canarios, contad con la muerte, aún siendo indiferentes, si no obráis activamente en obsequio de la libertad de América.

Americanos, contad con la vida, aún cuando seáis culpables.

Cuartel General de Trujillo, 15 de junio de 1813. 3° de la Independencia”.

El paso estaba dado. A las 3:00 de la mañana, se hacía oficial la era de la Guerra a Muerte.

 “La crueldad de Antoñanzas, de Zuazola, de Cérveriz, de Martínez y de los mentores de Monteverde, engendró las campañas admirables de Mariño y de Bolívar, que son el despertar armado de la justicia”, analiza Esteban Chalbaud Cardona, en Nuestra Segunda República. “Juzgamos la Proclama de Guerra a Muerte como uno de los más hermosos actos de Bolívar. La guerra es cruel de por sí y, como tal,  debía practicarse... Allí se fragua el verdadero concepto de la nacionalidad, con lineamientos precisos e inconfundibles”.

 Cita Chalbaud Cardona a los llamados “sargentones” que hundieron en sangre la primera vida de la Revolución venezolana. Rufino Blanco Fombona, en su obra Bolívar y la Guerra a Muerte, hizo un reconteo de los crímenes realistas que ayudaron a  la llegada de Domingo  Monteverde al poder en Tierra Firme.  Todas las declaraciones que recogió el escritor venezolano pertenecen a las Memorias del realista Level de Goda.

Eusebio Antoñanzas: “Un bárbaro y completo asesino (...) Su agua ordinaria era la ginebra, y ello junto con la más grande cobardía sin disimulo lo tenían permanentemente alternando entre el atolondramiento y el espanto”.

El vizcaíno Zuazola: “Por cada oreja de insurgente que le remitiesen pagaba un peso (...) En Aragua, vivos y desorejados, los hacía matar. Uno que desollaron vivo fue tan valiente que, así desollado, caminó un poquito y Zuazola lo mandó a matar”.

Pascual Martínez, “El Sultán de la Margarita”: “Calentaba un cañón disparando diez o doce tiros y después tendía en él a margariteños verdaderamente ilustres para darles látigo”.

Francisco José Cervériz: “A un preso enfermo y, además, en aquel instante dormido, Bernardo Bermúdez, hermano del general republicano (José Francisco Bermúdez), le disparó en la cara un trabucazo. El enfermo no despertó. Pasó del sueño a la enfermedad. Esta muerte costó muchas lágrimas a los realistas. El general Bermúdez quiso vengar a su hermano: fue implacable”.

Éstos son los casos venezolanos, pero en toda América los realistas se ensañaron. Ciudad de México, Quito, Lima, La Paz, Santiago, Buenos Aires. Todas resultaron bañadas en la sangre de los mártires de la libertad americana.

“Bolívar intenta, al destinar nominalmente a la masacre a un enemigo bien definido, fundar la identidad de los dos beligerantes e instituirlos en naciones distintas”, considera Clément Thibaud en Repúblicas en Armas, un análisis muy completo sobre los ejércitos de la Guerra de Independencia. “Para hacerlo, va a crear una ambigua ficción identitaria, donde la figura del ‘español’ es el chivo expiatorio de la guerra”.

 Ya el futuro Libertador, en su Manifiesto de Cartagena (1812), lamentaba la actuación de los líderes de la Primera República ante la reacción monárquica. “El más consecuente error que cometió Venezuela”, escribía Bolívar, “fue la fatal adopción que hizo del sistema tolerante; sistema improbado como débil e ineficaz, desde entonces, por todo el mundo sensato, y tenazmente sostenido hasta los últimos periodos, con una ceguedad sin ejemplo”.

Utilizando la ironía, señalaba el Gran Capitán:  “Tuvimos filósofos por jefes,  filantropía por legislación, dialéctica por táctica, y sofistas por soldados. Con semejante subversión de principios y de cosas, el orden social se resintió extremadamente conmovido, y desde luego corrió el Estado a pasos agigantados a una disolución universal, que bien pronto se vio realizada”.

La crueldad patriota tuvo en el antioqueño Atanasio Girardot, José Félix Ribas, Bermúdez, Manuel Piar y Arismendi a los casos más duros. Pero el caso de Vicente Campo Elías resalta mucho más.

Español, pero vecino de la Mérida venezolana, Campo Elías se unió a Bolívar a su paso por la capital andina. Se distinguió por su fogosidad. “Tan feroz enemigo de su gente que produjo esta síntesis de su odio: ‘Yo los mataría a todos y me degollaría luego, para que no sobreviva nadie de esa maldita raza”, recuerda Blanco Fombona. “Y puso por obra su juramento fusilando a su propio tío y protector”.

Aunque el francés Thibaud señala que los soldados neogranadinos se opusieron a la declaración de Trujillo, el primero en ejecutar la medida desde el lado patriota fue  Girardot. Tras desbaratar a las fuerzas ibéricas en la población trujillana de Carache, el 18 de junio, procedió al fusilamiento de los enemigos y a la conscripción de ciudadanos.

El marabino Rafael Urdaneta, mayor general en las huestes  que realizaron la Campaña Admirable, lanzaba una proclama: “Las tropas de bandidos que infectaban  la provincia de Trujillo han desaparecido. Las unas se han arrojado precipitadamente al Lago de Maracaibo, y las otras han sido exterminadas por vuestro valor. Carache, el infame pueblo de Carache, ha sido castigado y libertado a la vez; sus habitantes rebeldes han muerto o son vuestros prisioneros, y los otros que se han acogido bajo vuestra protección gozan ya del abrigo de las leyes republicanas”.

Luego del encontronazo en Agua de Obispo, ganado por Girardot al español  Cañas, los hombres de Bolívar lucharon hasta coronar la travesía hasta Caracas, donde entraron el 7 de agosto de 1813. Sin embargo, lejos de fortalecerse el poderío venezolano, los españoles se levantarían, encabezando a otros venezolanos, bajo las banderas del caudillo asturiano José Tomás Boves.

Encarnó el primer liderazgo popular, y aunque peleaba por el rey Fernando VII, realmente lo hacía bajo su propia ley. Con Boves, en 1814 Venezuela sufrió lo indecible, las masacres, violaciones y martirios más severos, hasta la muerte del español en la batalla de Urica, el 5 de diciembre de ese año.

Aunque la Guerra a Muerte duró hasta 1820, desapareciendo con los Tratados de Regularización de la Guerra firmados por Bolívar y Pablo Morillo, la dramática decisión del Libertador quedó firmada con sangre y fuego en la Historia Universal.

 El genial caraqueño reconoció la dureza de su Decreto, once años después, en el Diario de Bucaramanga escrito por el francés Perú de La Croix.

Repasando la Campaña Admirable, apuntaba que “contaba con un patriotismo y entusiasmo que no había encontrado en Venezuela, con un espíritu nacional que no existía y no pudo formar;  que el tiempo de desengaño, el amor a la independencia y a la libertad  no se había generalizado todavía y que, finalmente, el poder español, el respeto y el miedo que existía para con ellos y los esfuerzos del fanatismo arrastraban todavía a los pueblos y los tenían más inclinados a seguir bajo el yugo peninsular que a romperlo”.

 Con esa tinta firmó Bolívar el decreto letal.

Comentarios