Almirante Padilla, de la gloria a la desgracia

“Compañeros: la puerta del honor está abierta. El enemigo nos ataca y nosotros le esperamos. ¿Qué mayor gloria podríamos esperar? Superior es su fuerza, de nosotros el valor y la decisión. ¿Le temeremos? No. Ni el General Padilla, ni los bravos que tiene el honor de mandar, vacilarán jamás al ver al enemigo a su frente, sino por el contrario, ansían porque llegue ese momento.

Compañeros: yo estoy cierto que la suerte nos lo proporciona para descansar, y os aseguro la victoria, porque éste es el último esfuerzo de nuestro agonizante enemigo. Vuestro general os acompañará, como siempre, hasta perder su existencia por nuestra causa.

Colombianos: morir o ser libres”.

La proclama del 21 de julio sirvió para encender los ánimos entre la oficialidad y la tropa. José Prudencio Padilla, el general y futuro almirante, llamaba a un último sacrificio. Tres días después todo se concretó:  el 24 de julio de 1823, el Lago de Maracaibo veía  la última gran batalla por la libertad de Venezuela.



Padilla, un zambo imponente, de gran estatura y carisma, nació el 19 de marzo de 1784 en Río Hacha, hoy Departamento de La Guajira en Colombia. Sus raíces eran humildes: su padre, el mulato Andrés Padilla de Sabanalarga, era carpintero constructor de embarcaciones menores, y su madre era Josefa Lucía López, descendiente de indígenas wayuu.

No contó con estudios de peso, pero el trabajo de su padre lo enamoró del mar. A los 14 años se embarca en el navío San Juan Nepomueno, llegando a ser mozo de cámara real.

Las travesías lo llevaron a defender a la Corona española en 1805, en la célebre batalla de Trafalgar, que selló el dominio inglés en los mares europeos, destrozando  a la Armada francesa enviada por Napoleón Bonaparte a conquistar las islas británicas.

El joven Padilla terminó detenido por las fuerzas inglesas  del  Almirante Horacio Nelson, fallecido en el combate. Años más tarde, el Libertador Simón Bolívar llamaría al soberbio neogranadino “El Nelson colombiano”.

 Tras retornar a América, comienza a fecundar ideas de rebelión en pro de la Independencia. Pero no solo piensa en las libertades políticas, sino también en la igualdad. Como pardo sufrió las vejaciones tanto de españoles, como  de criollos. Entre estos, se encontraba uno de los militares venezolanos que llegaron a la Nueva Granada: el caraqueño Mariano Montilla.

 Historiadores colombianos resaltan que si Bolívar respetó, por méritos militares, a Padilla, Montilla siempre le trató de hacer la vida imposible. Veía solo “a un negro vestido de general”. Pensaba en la posibilidad de que el ríohachero estuviera al frente de una revolución como la de Haití. En el futuro los choques entre ambos crecerían.

El expedicionario británico Hippisley dejó un retrato del militar neogranadino: “Sería un hombre de aspecto más agradable si llevara un ojo tapado, pues por haber recibido una herida profunda en la mejilla que le interesa el ojo derecho, parece como si se le fuera a saltar de la órbita, dándole un aspecto horrible y terrible. Le gusta vestirse bien y es muy limpio.

Es hombre también de mucha generosidad y sociabilidad, amigo firme como implacable enemigo. Nunca olvida un agravio, pero es un hombre de honor y coraje suficiente para enfrentarse con su adversario en pie de igualdad, y aunque muy hecho a escenas de sangre y asesinato, y dispuesto a tales tareas, si se lo ordenan sus superiores, no existe ejemplo de que haya hecho pasar a sus víctimas por ninguna tortura innecesariamente inhumana”.

Padilla, a la muerte del Almirante curazoleño Luis Brión en 1821, se elevó como el gran jefe de la flota grancolombiana. Los triunfos en el Magdalena, Tenerife, Cartagena, Laguna Salada, Cispara, Sabanilla y Santa Marta lo hicieron dominar el Caribe y ganarse la admiración de oficialidad y tropa.

Tras la batalla de Carabobo, del 24 de junio de 1821, solo quedaban restos del poder español en Maracaibo y Puerto Cabello. La capital del Lago, por ser puerta de entrada del Caribe a los Andes, lucía como un boquete peligroso en la recién fundada República.

Francisco Tomás Morales, el otrora lugarteniente de José Tomás Boves, sanguinario canario que, al lado del asturiano, sojuzgó a Venezuela desde 1813, ocupaba a Maracaibo, que en enero de 1821 se había unido a la Gran Colombia, independizándose de España.

Pero el caudillo español reconquistó a la ciudad. El 16 de junio de 1823 había rechazado la intervención del ejército comandado por el general Manuel Manrique, en el preludio del combate naval del 24 de julio.
 Luego de una serie de movimientos, la Escuadra patriota, con Padilla al mando, comenzó el abordaje de los barcos enemigos, a las 2:20 de la tarde. Ángel Laborde era el contrincante. A las 3:45 los fuegos cerrados inclinaron la lucha para los republicanos, apresando a once buques monárquicos. A las 5:30 de la tarde, todo había concluido.

 Casi 800 realistas murieron o quedaron heridos en poder de los patriotas. Solo 44 republicanos fallecieron.

Con el Lago tomado, la ciudad caería en cuestión de días. Padilla y Manrique obligaron a Morales a capitular, firmando el español el tratado el 3 de agosto en la Casa que hoy subsiste al lado de la Gobernación del Zulia, y los grancolombianos un día después, en los Puertos de Altagracia.

Pero la victoria naval dejó otras consecuencias, que opacaron el brillo ganado. Tras el convenio entre los generales patriotas y Morales, el oficial venezolano José Cenobio Urribarrí, herido tras el combate, cayó asesinado por un grupo de españoles, luego de sacarlo de una casa en El Empedrado, rematándolo en la Cañada Nueva, según cuenta Juan Besson en su Historia del Zulia.

Aunque Padilla pensó en romper la capitulación, Manrique decidió que lo mejor era permitir la salida de los derrotados. No obstante, cuarenta españoles fueron degollados por orden del alto mando.

Posteriormente, Manrique y Padilla protagonizarían un vergonzoso enfrentamiento por el crédito de la victoria del 24 de julio. El primero, comandante del ejército nacido en San Carlos de Cojedes y que fallecería el 2 de septiembre de 1823 por una apoplejía, envió una larga carta a la Comandancia General e Intendencia del Zulia, acusando al ríohachero de debilidad en el mando.

“Cuando pasó a recibir la División del Zulia a los Puertos, ya tocaba a la desesperación, por el aislamiento en que se había encontrado en los días anteriores, permaneciendo sin progresos ni comunicación en la launa, todo su temor era que se le acabasen los víveres (...) este era un susurro permanente, y de aquí partía el querer desanimar con el abandono  de las operaciones que propagaba para el momento en que llegasen a escasear las subsistencias...”.

Manrique, duro en sus acusaciones, vio refutadas sus palabras por el mismo Padilla.

“La libertad de Maracaibo se debe única y exclusivamente a las operaciones de la Escuadra, desde que venciendo insuperables obstáculos, se hizo dueña de la laguna, y desde que batió a los enemigos en varias ocasiones hasta acabar con sus fuerzas marítimas en el glorioso combate del 24 pasado”.

 Los dimes y diretes entre los dos líderes militares ensombrecieron el brillo logrado.

Maracaibo se convirtió en el pináculo de la fama de Padilla. Su estima entre las clases populares de Cartagena, su zona de residencia, se elevó al máximo nivel. Pero comenzó a chocar con los intereses de Montilla, a la sazón primera autoridad del lugar.

 Ya en 1815 tuvieron su primer enfrentamiento. Ocurrió en momentos en los que el caraqueño Montilla rivalizaba con Bolívar, emigrado a Cartagena luego del trágico año de 1814. Padilla, que apoyó  al Libertador, estuvo detenido en prisión por orden de Montilla.

 La llegada de la expedición de Pablo Morillo a Cartagena, y el posterior sitio, obligaron a la unidad entre los patriotas. No obstante, las heridas estaban vivas.

El general Padilla era diametralmente opuesto a Montilla. No solo los distanciaba la lucha por el poder, sino sus personalidades.

Pardo el primero, tenía el apoyo de las clases populares de Cartagena. Su estilo de vida era sencillo: solo contaba con una casa de dos pisos a la entrada del barrio Getsemaní. En la parte de abajo, relata la historiadora suiza Aline Helg, tenía un bar en el que se bebía, se jugaba y se hablaba de política.

Vivía Padilla con una mujer sin casarse, algo escandaloso para la época. Él se había separado de su esposa por infidelidad de ella. La nueva acompañante se llamaba Anita Romero, una mulata hija de uno de los próceres de la ciudad, Pedro Romero. Al parecer, Montilla pretendía también a la Romero, ganada por el futuro almirante. Esta sería otra de las causas de la rivalidad.

Montilla, caraqueño, de las clases pudientes de la capital venezolana, era más cercano a los terratenientes cartageneros. Él mismo contaba con propiedades en la ciudad, algunas obtenidas oscuramente.
 
Bolívar tenía en muy alta estima a Montilla, mantuano como él, aristócrata en la vieja Caracas de principios del siglo XIX. Aunque durante la Guerra de Independencia tuvo sus encontronazos con él, el Libertador lo veía como uno de sus posibles sucesores.

En el Diario de Bucaramanga, Luis Perú de La Croix recogía estas impresiones de Bolívar sobre Montilla: “Es una de nuestras mejores cabezas: genio, talento, luces, sagacidad, todo esto se encuentra en él. Después de Sucre, es el más capaz para mandar la República. Lástima que sea tan chancero y que lleve esta costumbres hasta en los negocios y asuntos más serios”.

La mecha estaba encendida, y los desórdenes ocurridos en marzo de 1828 desencadenaron en la prisión de Padilla por parte de Montilla, tras un breve “golpe de estado” protagonizado por el primero en contra del segundo. Lo colocaron  a las órdenes de las autoridades y lo enviaron  a Bogotá. El almirante fue recluido en el cuartel del batallón Vargas, y allí se encontraba la noche del 25 de septiembre de 1828...

Un grupo de sediciosos intentó asesinar al Libertador en el Palacio de San Carlos. Bolívar, protegido por Manuela Sáenz, pudo escapar y, escondido, terminó rescatado por Rafael Urdaneta y su ejército.

Padilla, sin formar parte de la conspiración septembrina (cuya autoría fue atribuida a Francisco de Paula Santander, partidario del Almirante), fue liberado por los revoltosos. A su carcelero, José Bolívar (descendiente de antiguos esclavos del Libertador, según Rafael María Baralt) le asesinaron, y al ríohachero lo hicieron salir de su prisión, carcomido por la duda. Le dieron el sable del oficial muerto y lo intentaron poner a la cabeza de un grupo de soldados.

Pero la reacción a tiempo del General  Urdaneta hizo que Padilla retornara a prisión. Un juicio sumario, con el zuliano como magistrado principal,  consideró que el Almirante estaba implicado en la rebelión, algo que la historia demostraría como falso.

Sería ejecutado, previa degradación.

La historiadora Helg señala que la causa de la muerte de Padilla fueron las iniquidades de Montilla, junto con la posibilidad de que el pardo  encabezara un levantamiento de las clases populares, descendientes de africanos e indígenas. Bajo la misma fórmula cayó Manuel Piar en 1817. La trama se repetiría.

Bolívar se refirió a esto, pasados los hechos de 1828, en una carta enviada a José Antonio Páez: “Las cosas han llegado a un punto que me tiene en lucha conmigo mismo, con mis opiniones y con mi gloria... Ya estoy arrepentido de la muerte de Piar, de Padilla y de los demás que han perecido por la misma causa; en adelante no habrá justicia para castigar el más atroz asesino, porque la vida de Santander es el perdón de las impunidades más escandalosas”.

Lejos, muy lejos de las glorias pasadas, el gigante de La Guajira lo obligaron a sentarse en el banquillo de la Plaza de la Constitución, hoy Plaza de Bolívar. La fría mañana del 2 de octubre de 1828, el batallón de fusilamiento terminó con la vida del Almirante Padilla, luego de su degradación. Su cuerpo quedaría colgado en la horca, como escarnio.

Cuando el sargento que le quitaría las insignias y condecoraciones se acercaba a Padilla, este gritó que los honores “no me los dio Bolívar, sino la República”. Antes de la descarga, su voz volvió a elevarse: “¡Viva la República, viva la Libertad!”.

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